Artículo de opinión de Cristina Cánovas
Los babis de flores y lunares eran el Preta Porter de las aldeanas; diseños únicos y exclusivos confeccionados con sus propias manos y cortados con el mismo patrón que iban pasándose las unas a las otras. Los voluminosos cardados, corrían a cuenta de la única peluquera de tan distinguido distrito.
Así, sentadas al fresco en sus sillas de anea y banquetas playeras, decoraban las puertas de las calles de aquel trocito de cielo, donde la alegría, era el único escudo ante las largas jornadas de trabajo.
Casas de puertas y corazones abiertos con visillos de vainicas y un blanco algodón. Niños y niñas de pantalón corto, zapatillas de loneta y espinillas amoratadas corrían por sus calles y se arremolinaban en las puertas traseras de la C15 del repartidor del pan. Meriendas de pan caliente recién hecho y aceite de oliva que quitaban el hambre provocado por los carrerones detrás de algún balón, o intentando pillar al contrincante.
A mediados de septiembre, coloridos papelillos de seda engalanaban la calle principal; papelillos recortados a mano y pegados en un cordel, atado a dos sillas, con masilla casera de agua y harina. Ellos, eran el motivo de todas las plegarias antilluvia y el entretenimiento irisado de los más pequeños, deseosos de salir del colegio y dedicar las horas a tan esperadas manualidades.
La calle lucía espectacular de mil colores, el puesto verde agua del turrón de la Melo, las tómbolas de peluches con escopetas trucadas, el gran escenario y las vallas que impedían el paso a los coches, todos, a la espera de ese mágico sonido del primer cohete a las 18.00 en punto, de la mano del artificiero por antonomasia, el Estrello.
Ese cohete, pistoletazo de ilusión en tardes de carreras de sacos, huevos, ojos tapados con un pañuelo y garrote en mano, niños dando palos de ciego e intentando romper un botijo colgado de una cuerda y lleno de agua. Hábiles participantes motivados por los acalorados gritos de una efusiva afición juvenil, dejándose la piel y los pulmones con sus caras mojadas de un color azafrán, en busca del tesoro sumergido, al igual que sus cabezas, en barreños de zinc.
Tardes sin descanso y noches eternas con luces inmasceribles de verbena.
Aun, en algunas puertas, las cubiertas bordadas, hojas de salón y helechos de los patios traseros lucen con gallardía el 15 de septiembre. Otras muchas se han ido cerrando para no volver a abrirse, descolgadas sus cortinas de vainicas y un blanco algodón no se han vuelto a colgar en aquel trocito de cielo, donde hoy en día se muestra la decadencia de un barrio querido y amado por quienes lo llevamos dentro y lo sentimos como parte de nuestra idiosincrasia.
Nos quedan esos códigos que solo los que pisamos sus calles y crecimos en ellas sabemos y entendemos; por eso, en determinadas ocasiones, en una expresión o un comentario te delatas y es entonces cuando alguien que lo entiende te mira, sonríe y te dice – Tú eres del Barrio.